A pesar de ser la sala principal, aquí reina el desorden, las carpetas y los documentos están apoyados por todos lados, es evidente que hay mucho trabajo por hacer. Me vuelvo hacia Giorgio y veo en su rostro un evidente cansancio y, sobre todo, una sensación de aflicción y pena que me entristece. Las palabras que escucho salir de su boca confirman mi sentimiento: “¡Jacopo, no sopo más! … Ya no tengo fuerzas para llevar este Signo, tengo miedo de la llamada a este martirio que se repite sin fin”.

Su rostro está demacrado, sus párpados intentan desesperadamente contener las copiosas lágrimas que llenan sus ojos. Como para subrayar lo que acabo de decir, Giorgio levanta su camisa de lino blanco para mostrarme la herida en su costado. Estoy terriblemente consternado de verlo sufrir así, no tengo palabras reconfortantes que no sonarían banales y retóricas para llevarle un poco de consuelo. Luego hago el gesto más instintivo que manda mi corazón, me acerco a él, levanto mi remera hasta dejar al descubierto el costado y lo apoyo contra el suyo.

Después de unos momentos, como si un bisturí invisible estuviera en acción, veo una delgada línea oscura dibujarse en mi pecho que luego se abre en dos partes de carne similares a las de una herida cortada que, sin embargo, permanece seca. La sensación de asombro es grande, pero aún mayor es la esperanza de que lo que está sucediendo pueda, de alguna manera, darle un poco de alivio y consuelo a Giorgio. El instrumento que en el "tiempo de todos los tiempos" escogió Cristo a imitación de su martirio, para el perdón y la elección de aquellas almas, que aun en la repetición del error causado por la naturaleza humana, no reniegan de la fidelidad al Hijo de Dios.