SETUN SHENAR COMUNICA:
¡PAZ!
Sant'Elpidio a Mare
30 de Julio de 2017
13,41 hs.
G. B.
EL CIERVO BLANCO
Había una vez – como en las fábulas – un ciervo blanco que moraba en las laderas de una majestuosa montaña. Su aspecto era espléndido; un verdadero rey de su especie, con grandes cuernos, semblante fiero, dos ojos dulces y luminosos. Vivía allí desde hacía mucho tiempo; se decía que desde siempre; pero, naturalmente, eran solo habladurías. Cuando pasaba, todos lo miraban con alegría porque su aspecto era muy agradable, y él aceptaba aquellos silenciosos homenajes con naturaleza, como si le fueran debidos, y también porque desde que había nacido, todos los animales de la montaña se comportaban así con él. Al pie de la montaña se extendía un gran lago donde los hombres, aquellas criaturas que despertaban en él tanta curiosidad, pescaban con barcas y redes. Le gustaba observarlos de entre las hojas de los matojos, además tenía cuidado de no dejarse ver, en parte porque era tímido y en parte porque le producían mucho temor. Pero la curiosidad era más fuerte que el miedo, así que, de vez en cuando, les espiaba desde su escondite secreto. Un día vio una gran multitud en las orillas del lago; era verdaderamente una gran muchedumbre. No había visto nunca así tantos hombres todos juntos. Se preguntó qué cosa estarían haciendo y para descubrirlo se aproximó lo más cerca posible. No se oía volar una mosca a excepción de la voz de un hombre que hablaba desde una barca. El sonido de aquella voz era armonioso, como la voz de la naturaleza que él conocía tan bien; una voz así rica de sonidos dulces y melodiosos, que al escucharla producía una gran paz. El ciervo blanco no comprendía lo que decía aquel hombre, pero le gustaba escuchar, al igual que a la multitud de gente. Escuchó hablar el hombre hasta que éste, con algunos de sus compañeros, se alejò de la orilla y se adentró en el lago. Al pobre animal le quedó dentro una extraña inquietud, ansia, un vacío que le empujaba a seguir aquel hombre para escuchar de nuevo la melodía de su voz. No conseguía a marcharse de allí para regresar a su cueva, a pesar de que anochecía y tenía mucho miedo. Después de haber masticado acá y allá las tiernas yemas de las matas en torno, se acurrucó entre los brazos de la hierba fresca de rocío, decidido a esperar el regreso de su melodía. Las horas pasaban y la noche era siempre más profunda. De repente, un estremecimiento pasó entre las ramillas del matorral. El ciervo blanco levantó la cabeza asustado, husmeó el aire y su sensible olfato le dijo que estaba llegando el temporal. Al lago, las aguas se volvían siempre más agitadas; grandes olas perturbaban su superficie. En lejanía, la barca parecía en dificultad y, en el estruendo del temporal, se oían las voces agitadas de los hombres que llamaban y pedían auxilio.
El ciervo blanco estaba sorprendido y asustado, pero todavía no se iba de allí. Se sentía inmovilizado y nada le podía inducir a que se marchara. La tempestad arreciaba violentemente; los fuertes silbidos del viento eran siniestros y las ondas cada vez más altas. El ciervo tuvo miedo por los hombres que sobre la frágil embarcación luchaban contra la fuerza de la naturaleza. Pero, de repente, sobre el agua aparecío una luz purísima que se desplazaba lentamente hacia la barca y cuando la hubo alcanzada, el temporal se aplacó al instante. Las aguas del lago se calmaron; la naturaleza recobró su armonía y para la barca fue posible alcanzar la orilla. Comenzaron a aparecer las primeras luces del alba y el ciervo trotó hacia la orilla donde los hombres estaban tirando la barca para atracarla y se preparaban para un frugal desayuno con pan y peces. Entre aquellos hombres, el ciervo reconoció al que tenía la voz melodiosa; ya estaba cerquísimo; sentía que su corazón hacía las cabriolas. Tenía un gran deseo de lanzar un fuerte bramido para expresar toda la alegría que sentía dentro; se aproximó todavía más, abandonando ya toda prudencia. Avanzaba sin miedo hacia el hombre que tanto le había impresionado. Se paró un momento a olfatear el aire y en aquel instante el hombre levantó los ojos. Al ciervo le pareció que toda la fuerza de su esencia le hubiese abandonado. Sintió que las rodillas se plegaban bajo la dulcísima e intensa mirada. El corazón comenzó a batirle con fuerza y tuvo un gran deseo de huir y de esconderse, pero permaneció donde estaba. El hombre sonrió y levantando la mano, le hizo un gesto para que se acercara. El ciervo blanco, casi en éxtasis, obedeció a su amorosa invitación y se acurrucó a sus pies. Después, el hombre comenzó a hablar. Su melodía calmaba el pequeño corazón alborotado y una gran paz descendía en su ser. No supo nunca cuánto tiempo voló en aquel éxtasis, pero cuando volvió en sí, el hombre se estaba marchando de allí y, en un instante, comprendió que nunca más habría podido separarse de él. Así comenzó a seguirlo día y noche, por muchos días y noches. Lo vio caminar por ciudades y desiertos soleados; apagando su sed en los pozos y en las fuentes. Vio que hablaba a los hombres, que le escuchaban encantados; sentía cada vez más la gran paz que emanaba de aquel ser. Le vio alegrarse, sufrir, ayudar a los que sufrían, y los hombres simples que escuchaban su palabra, se iban con una nueva luz en el rostro. Todo esto le parecía sublime, aunque si no percibía con exactitud la esencia de lo que estaba sucediendo. Vio también algunos seres, cuyo corazón era sombrío, que probaban de ponerlo en dificultad, de hacerle caer en contradicción y en aquellos momentos la mirada del hombre se volvía inmensamente triste. El ciervo se enfurecía y pataleaba pero, pronto, aprendió que nada podía rozar la pureza y la majestuosidad de aquel hombre. Sobre él todo resbalaba, como el agua sobre las plumas del pato que nadaba en el estanque de la montaña. ¡El estanque..! ¡La montaña...! ¡Ahora le parecían tan lejanos...! Pertenecían a otro mundo, a un mundo irreal. Ahora ya el único deseo del ciervo era de seguir su melodía y de sentir sobre sí mismo la mirada luminosa del hombre que, de vez en cuando, buscaba la suya y sonreía. Estaba satisfecho y feliz. No pedía nada más. Una noche, a pesar del cansancio, no conseguía dormirse. Se encontraba en un olivar, al alcance de la mirada de su ídolo, pero percibía algo extraño en el aire; una extraña tensión, que a su naturaleza sensible, no le agradaba completamente. Alzaba continuamente el hocico para olfatear el aire. Levantándose, observó el hombre que, un poco apartado de los demás, estaba de rodillas. Volvió a acostarse, pero no conseguía tener paz. La noche era ya muy oscura y al ciervo le pareció oír un lamento. Con un brinco se levantó y vio al hombre doblado sobre sí mismo. Ulteriormente se le acercó y tuvo la confirma que el sonido lastimero provenía precisamente de él. Sin dudarlo trotó hacia su lado. Le miró un instante con la cabeza ladeada como para preguntarle qué le sucedía, cuál era la profunda aflicción que pesaba sobre su corazón. Después, él levantó la cabeza... Su frente era mojada con gotas de sudor, un extraño sudor color sangre. El ciervo blanco le miraba con asombro, demasiado aturdido para saber que hacer. El hombre con un gesto cansado, le invitó a reclinar la cabeza sobre su regazo. Le tocó en la frente y después le habló: “Amigo mío, en esta hora de sufrimiento, solamente tú has permanecido a velar conmigo. Mira - dijo indicando los otros hombres que dormían – mira, también aquéllos que más amo me están lejanos. No han sabido velar conmigo”. El ciervo blanco pasaba de un estupor a otro. No comprendía cómo, en un instante, con aquel simple toque, toda la armonía de aquella voz se hubiese vuelto comprensible para él. Lanzó un suave bramido, preguntando a su dulce amigo si podía serle útil de algún modo, y él, después de haberle mirado durante mucho tiempo amorosamente, volvió a hablar: “Conozco tu gran corazón lleno de amor. Sé quién eres, pero ninguna criatura sobre la Tierra me puede ser de ayuda en esta hora, aunque si con tu proximidad y con el calor de tu amor, por un instante, has aliviado la opresión que me apretaba el corazón. “El ciervo confundido bajó la cabeza, cerró los ojos y se abandonó a la magia de aquel momento. “Aquí están... Se acerca el que me traiciona... Y ahora ¡márchate! Pero, te ruego, ¡no intervengas! Guarda todo en tu corazón, porque todo lo que sucederá es así que debe de ser. Ve... Ve... Ve...”.
El ciervo se refugió en la maleza y debió asistir a la mayor de las traiciones con el corazón destrozado y la extenuación de la impotencia. Vio a Jesús, porque éste era el nombre del hombre, que arrastrado se lo llevaban los hombres armados, como si fuera un malhechor. Vio que le maltrataban, que le escarnecían. Él, que había consolado todos los hombres. Él, que había predicado el amor. Le seguía por todos los lugares y se dio cuenta que podía verle incluso a través de las cosas. No había osbtáculo que pudiera detener su mirada. En su ser, sentía todo el dolor de aquel pobre cuerpo martirizado por la monstruosidad del “ánimo humano”. Era en simbiosis con él. Vio el cuerpo golpeado por el látigo y los salivazos de los soldados; vio la cabeza cubierta de espinas y una gran cruz pesar sobre aquellos frágiles pero potentes hombros. Sintió la desesperación de los amigos fieles que amaban a Jesús; la pena mortal que pesaba sobre el corazón de María, su madre, y de las demás mujeres. Sintío todo, y su corazón estaba oprimido por una presión despiadada, era tan fuerte de sentirse aniquilado, pero tenía fe en la palabra dada a Jesús. Cuando llegaron a la cima de la montaña, lo clavaron en aquella cruz. Y el ciervo blanco se abatió profundamente, destruido por el dolor. Su cuerpo era sacudido por violentos temblores y todo lo que tenía a su alrededor, había perdido todo significado. Quedó amodorrado, envuelto por un sopor hecho de niebla y de dolor; no supo nunca por cuánto. La tiranía del tiempo ya no hacía presa. Después, oyó gritar a Jesús y exahalar el último aliento. Todo el cielo se oscureció. La Tierra fue sacudida por estremecimiento de rebelión contra aquel enésimo crimen cometido por la “humanidad”. Todos fueron sobrecogidos de espanto y se pusieron a correr para buscar un refugio. También los soldados estaban aterrorizados, y uno de ellos dijo: “Verdaderamente ese hombre era un Justo”. El ciervo blanco encontró la fuerza, aunque trastornado, para acercarse a la cruz y lamer los pies de su Dios. Ninguno se fijaba en él; parecía que ni siquiera notaban su presencia. Permaneció allí, hasta que se acercó un hombre devoto a Jesús, que lo bajó de la cruz, y, después de haberle envuelto en una sábana, lo depositó en un sepulcro nuevo. Todos lo acompañaron en cortejo, y el ciervo blanco cerraba la fila, ignorado por todos. Cuando los amigos, los discípulos y las mujeres se marcharon, el ciervo se acurrucó junto a la entrada del sepulcro, donde había sido puesta por los soldados una gruesa losa, y se quedó alli, con el hocico entre las patas, sin hacer nada, pensando a todo aquello que, en tan breve tiempo, había aprendido y llorando, silenciosas lágrimas interiores, por la pérdida de un bien tan precioso. Comenzaba a amanecer, cuando oyó un leve ruido, como un zumbido. Alzó la oreja derecha y abrió los ojos. Vio una gran luz que venía hacia él, y en aquella luz dos hombres de extraordinaria belleza. Le sonrieron y con un toque sobre la piedra, la desplazaron, como si fuese una pluma. El ciervo con un brinco se levantó y con inmensa alegría y estupor vio a su Dios sentado sobre un lecho, con el sudario plegado a un lado, y las vendas que le envolvían al otro lado, en el suelo. Sonreía e irradiaba una luz purísima. Una dulce música se oía en el aire. Después, Jesús habló: “Amigo mío, estoy contento de encontrarte de nuevo”. “Mi Señor”- balbuceó el ciervo - “Mi Señor...” - y no supo añadir nada más. Entonces, Jesús le acarició en el hocico cándido como la nieve y lo despidió, diciéndole: “Ahora vete con estos mensajeros... Vete en los pastos de mi Padre, en los maravillosos jardines de su morada. Aquí, Yo tengo todavía algunas cosas que hacer... He aquí..., llega María, y me debo mostrar a ella para que sea la primera a verme. Ve... Ve... Ve...”.
CARLA, UNA DE LOS NUESTROS, UNA LÁGRIMA DE JESÚS TRANSFORMADA EN UNA SONRISA DE VIDA Y DE AMOR.
EUGENIO SIRAGUSA
Escrito por Carla en Diciembre de 1983 en Legnano.