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mujerescongo100En un hospital de Goma, las mujeres con fístulas reciben tratamiento gratuito y conocimientos básicos para reemprender una vida normal si sus familias las rechazan. Segundo texto sobre esta realidad
Claudine tiene 23 años y su hijo Pacifique tan solo cuatro meses. Hace varias semanas, la joven fue violada por un agente de policía y su marido le dijo que no quería seguir siendo su esposo. Fabian Weiss

Un día de abril, Claudine se fue al mercado. Llevaba el dinero en la cintura de su falda envuelta. No era mucho; lo suficiente para comprar yuca y media docena de tomates. Se detuvo frente a uno de los puestos y, cuando describe en qué momento su vida dio un desgraciado giro, dice que fue al pararse justo en el puesto de esa mujer desaprensiva que la engañó con el cambio.

Como si lo que sucedió a continuación fuese algo inevitable, esperable, tratándose de una mujer guapa de 18 años a la que no acompaña ningún hombre y que vive en el este de Congo.

Claudine fue a la comisaría a denunciar a la mujer. La dotación del puesto estaba compuesta por un hombre nada más. Era un coronel, cuenta ella. Un tipo alto y grueso que no la dejó hablar, sino que la arrojó directamente al suelo, la pegó, le robó el dinero que le quedaba y la violó. La acción duró cinco minutos y le destrozó la vida, ya que fue la causa de que acabase con una fístula, estigmatizada, y llevando una existencia marcada por la angustia y la preocupación por la pérdida de orina.

Cuando volvió a casa, la noticia de la violación la había precedido. Alguien vio lo ocurrido en la comisaría. En la puerta de su casita la esperaba su marido. Llevaban seis años casados. El hombre le puso en los brazos a su bebé Pacifique, que entonces tenía dos meses, y le dijo que desapareciese. "Así, tal cual", recuerda. "Me echó sin más". Claudine fue a ver al pastor de la iglesia, que la llevó al cuartel del Ejército. Un soldado la trasladó al hospital de Goma, la capital de la provincia. El hospital se llama Heal Africa [Curar a África], un nombre ambicioso para un lugar al que van a parar las personas deshechas.

Existen distintas estadísticas sobre las violaciones en el este de Congo. Unas dicen que son 10.000. Otras, 100.000 o más. La mayoría de las mujeres guardan silencio por vergüenza y por miedo a que sus maridos las abandonen, porque, según los hombres de ese país, la violación de una mujer va dirigida contra su marido. Con la violación, un hombre pretende demostrarle a otro que tiene más poder que él, que puede destruir su familia. Por así decirlo, una mujer violada está poseída por el enemigo. Por eso el marido tiene que expulsarla si no quiere que la gente lo señale con el dedo y lo llame cobarde.

La zona oriental de Congo, un país de tragedia desde hace generaciones que lo tiene todo —belleza paisajística, diversidad de flora y fauna y materias primas en abundancia— es una tierra de violencia. No solo contra las mujeres. También contra los hombres, contra los niños, contra los animales. Una violencia ejercida por los diversos grupos rebeldes, por los soldados del Ejército nacional, por cualquiera que necesite una víctima. Las materias primas no son una fortuna, son la maldición del país. La codicia por poseerlas financia las armas y los hombres que luchan con ellas por el acceso a las minas. El Gobierno, inmerso en la corrupción y en las luchas internas de poder, ha dejado de perseguir a los criminales y permite que queden impunes crímenes tan graves y tolera que esto ocurra, o por lo menos, no lo combate con eficacia.

Cuando Jonathan Lusi, cirujano especialista en operaciones de fístula, conoce la historia de Claudine y cuál ha sido su suerte, asiente algo confuso. Lusi, que se pasea por el hospital con su traje de quirófano de un alegre color rosa, fundó Heal Africa a mediados de la década de 1990 junto con su ya fallecida esposa británica Lyn Mitte. Desde entonces ha tratado a 40.000 pacientes de fístula, muchas con lesiones debidas al parto, y muchas otras, demasiadas, debidas a una violación. Cuenta que el sufrimiento de estas mujeres lo sume en la consternación cada vez que se toma un par de minutos para reflexionar sobre la situación de su país y sobre el resto del mundo, que no corre a ayudar a Congo y a sus mujeres, sino que hace la vista gorda con la violencia, como si lo importante fuese proteger sus propios intereses.

Claudine, dice Lusi, ha tenido suerte relativamente. Sabe de otros casos tan terribles que no se pueden relatar. Al principio de su carrera le afectaba el destino individual de cada persona, pero ya hace tiempo que piensa en todo lo que habría que cambiar si se quiere aliviar la desdicha.

En lugar de hablar de uno de esos destinos atroces, Lusi prefiere contar que hace poco se armó de valor para leer la Constitución de su país. En ella encontró enunciados sobre la dignidad de los seres humanos, incluidas las mujeres; sobre el derecho a la integridad y —dice con asombro— sobre los derechos humanos. Le pareció irónicamente divertido. "Llevo más de 10 años remendando el producto del desprecio a la dignidad, la integridad y los derechos humanos que son las mujeres desgarradas".

Violación, incontinencia, hedor, expulsión. En la vagina de las mujeres que yacen en la mesa de operaciones de Lusi no han metido solo órganos sexuales. También cañones de fusiles, bayonetas y palos. Curarlas es una tarea casi desesperante. Pero Lusi no desespera. Todo lo contario. Cada día, cuando pasa por el recinto de la clínica saludando aquí y allá a las pacientes, lleva una expresión alegre en el rostro. A lo mejor es que, ante ese inmenso dolor, toda tristeza sería vana, o a lo mejor es que eso le ayuda a encontrar un lenguaje que prive a las cosas de su horror. Lusi no utiliza el término "pacientes", sino "damas"; no dice vagina, sino el "lugar encantado de las mujeres". Y afirma: "Es imposible hacer que el país progrese si dejamos de lado a las mujeres".

Desde hace tres semanas, Claudine es una de las pacientes de Heal Africa. Duerme en una habitación con otras 24 internas. Las camas chirrían y los colchones son delgados. Huele a orina y a algo peor. Algunas mujeres también tienen fisuras en el recto y los excrementos les corren piernas abajo. Claudine pasa la mayor parte del tiempo apática en la cama con su bebé, espantada y perpleja por lo rápidamente que se derrumbó su vida que, aunque pobre, por lo menos era estable; por la manera en que ese hombre con el que compartía un hijo, al que cada día le hacía la comida y le lavaba la ropa, la había echado sin contemplaciones. Horrorizada también de su propio olor y de la sensación de haber perdido todo valor que llegó con él.

La perplejidad se le ha instalado en la voz. Cuando habla, las frases se le escapan a medias como si, de repente, se abriese un abismo. Su marido amenazó con matarla. "Dice que he arruinado su honor". A los demás habitantes del pueblo les ha contado que Claudine es una fulana. "Olvídate de cómo eran las cosas. De ahora en adelante tu vida será cuesta arriba", le dijo hace poco una de las mujeres. "Lo único que te ayudará será la confianza en Dios".

Cada martes y cada domingo, Claudine puede practicar esa confianza en la iglesia de la clínica. En Heal Africa se reza mucho. Cada reunión, cada operación, cada comida empieza con un agradecimiento a los poderes superiores. Las pacientes de fístula se concentran en el pasillo central. El olor a orina las envuelve como una barrera que hace que los demás asistentes al servicio religioso se mantengan a distancia. El pastor es de Uganda y habla en inglés desde el púlpito. Claudine no entiende ni una palabra, pero con cada oración levanta los brazos al cielo, como si le fuese a llegar algo desde allí.

Las probabilidades de que la operación la cure son buenas. Alrededor del 70% de las pacientes salen del hospital sin incontinencia. El 30% que no se cura, o que solo lo consigue tras varias operaciones, son mujeres cuyas lesiones internas son de tal calibre que los tejidos se han deshecho o han cicatrizado. El uréter, la vejiga y la vagina están agujereados. Como Claudine es aún muy joven, el pronóstico es bueno, aunque una operación no bastará para rehacer su vida. "No sé adónde podré ir después. No tengo dinero ni trabajo". Con estas dos frases resume su desesperación.

Llevo más de 10 años remendando el producto del desprecio a la dignidad, la integridad y los derechos humanos que son las mujeres desgarradas (Jonathan Luis, cirujano).

Al principio, Heal Africa era un hospital para toda clase de enfermedades, pero luego empezaron a afluir las mujeres con fístulas procedentes de todas partes de la provincia y más allá. Lusi formó a cirujanos especialistas, construyó una unidad especial para esas mujeres y envió ambulancias a los pueblos remotos para que recogiesen a las que llevan años viviendo solas y aisladas. Así siguieron las cosas. Cada vez que había dinero o se encontraba a un donante generoso, se contrataba a psicólogos y abogados para que ayudasen a las mujeres a denunciar a los agresores, y a profesoras que les enseñaban a coser y a hacer jabón. Con estos conocimientos se puede ganar dinero. No mucho, pero sí lo suficiente para que ya no te consideren una víctima, una repudiada, sino un "recurso"; una mujer que lleva dinero a casa, y por lo tanto, tiene un nuevo valor.

Michael Vweya, un hombre de aspecto corriente entre los 40 y los 50 años, es el psicólogo de las pacientes de fístula de Heal Africa. "Me ocupo de las depresiones, de los trastornos por estrés postraumático, de las tendencias suicidas, de las pérdidas de personalidad y de memoria, de los ataques de pánico y también de la sensación de no estar a salvo jamás en ningún sitio". Ríe ligeramente azorado por la enumeración de las secuelas de la violación, como si le resultase incómodo presentar una lista tan larga.

A diferencia de sus compañeros occidentales, Vweya no dispone de meses o incluso de años de psicoterapia para recomponer las almas destrozadas. "Entre seis y ocho sesiones tienen que bastar", dice. En el hospital no es posible practicar la psicología profunda, aunque, para las mujeres afectadas, contarle su historia sea un alivio y un consuelo. "Nadie más las escucha. Las fístulas y sus consecuencias son un estigma, un estado que provoca desprecio". Dice que los casos más graves se tienen que derivar al psiquiatra, y cuenta que una mujer violada y operada volvió a su pueblo. La volvieron a violar y la volvieron a operar. La historia se repitió seis veces. Después de la sexta vez, la mujer gritaba y mordía como un animal cuando alguien la tocaba. "Llega un punto en el que la psique se rinde".

Las que tienen fuerza para pedir justicia encuentran apoyo en Michelle Kabuya, abogada de Heal Africa. Esta mujer de 52 años recibe a sus clientas en un despacho minúsculo con un escritorio torcido y dos sillas de plástico. En teoría, las clientas de Kabuya tienen la ley de su parte, ya que desde 2013 existe un plan de acción del Gobierno para la lucha contra la violencia sexual. Cuenta con el apoyo del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo y de las unidades de la Misión de Naciones Unidas en la República Democrática del Congo (Monusco), los cascos azules de la ONU en el país, cuyo objetivo es acabar con la violencia sexual como arma de guerra. Para conseguirlo, los pastores tienen que condenarla desde el púlpito, los ancianos y los jefes hablar a sus comunidades en contra de ella, la policía recibir formación para detener a los agresores, y la sociedad en general tiene que entender que así no; no contra las mujeres.

Pero el mensaje se queda corto. Con él no aumenta el —escaso— valor de la vida de una mujer porque no llega a los soldados del Ejército ni a los grupos rebeldes que ejercen esa violencia. Y aunque les llegase, ¿de qué serviría?, se pregunta Kabuya. La suya es una sociedad masculina profundamente traumatizada con niños soldado a los que sus superiores ordenan que violen a las mujeres, y que, si no consiguen hacerlo con la fuerza de su virilidad, recurren a otros medios. Niños que tienen que elegir entre matar o que los maten. Cuando le preguntamos cuántos casos conoce en los que el agresor haya sido juzgado, hojea un archivador y dice: "En el último año denunciamos 82 casos. Detuvieron a 70 hombres y 36 fueron juzgados". Por lo que respecta a cuántos fueron a la cárcel, responde: "Que yo sepa, uno".

Lusi creyó durante mucho tiempo que su trabajo contribuiría a mitigar la violencia y que el mundo acudiría en auxilio de Congo. Y si no era el mundo, sería el tiempo. Pero ni uno ni otro han cambiado demasiado las cosas. Al contrario. Desde hace meses, el cirujano opera también a niñas con fístulas severas. Pequeñas de tres o cuatro años con heridas tan graves que la ciencia médica ya no basta. Las secuestran en los pueblos, abusan de ellas y las abandonan para que mueran. "Ni el dinero ni los buenos médicos nos sirven ya de ayuda. Necesitamos paz, un cambio socioeconómico, terapia para los traumas y reinserción de los agresores en la sociedad".

Aunque, aparte de Heal Africa, en el este de Congo solo existe otro hospital en el que las mujeres violadas encuentran ayuda, actualmente la clínica lucha por sobrevivir. Hay que renovar los edificios y faltan aparatos médicos, instalaciones sanitarias y aulas de formación. El hospital tiene una saturación del 160%. Las donaciones, que habían seguido llegando hasta hace unos años, han dejado de fluir. "Viene mucha gente. Políticos, personas famosas, cooperantes. Todos nos elogian, pero luego se van y, aparte de las buenas palabras, no queda nada".

Cuando Lusi sale de la clínica, hace rato que ha atardecido y en los bares y los mercados de Goma, la ciudad en la que se encuentra el hospital, reina la vida nocturna; pero Claudine no tiene ni el dinero ni el ánimo para ir a echar un vistazo. Pasa las noches con otras mujeres y sus hijos, unos niños nacidos de la violación a los que los congoleños consideran engendros del mal. A pesar de todo, dice Claudine, ella ha tenido suerte. Por lo menos, Pacifique es hijo del amor.

Este reportaje es la segunda parte de un proyecto que ha sido financiado por el Centro Europeo de Periodismo (EJC, por sus siglas en inglés) a través de su Programa de Becas para la Innovación en la Información sobre el Desarrollo (www.journalismgrants.org).

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Andrea Jeska
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