Esta página web utiliza cookies de carácter técnico propios y de terceros, para mejorar la navegación de los usuarios y para recoger información sobre el uso de la misma. Para conocer los detalles o para desactivar las cookies, puedes consultar nuestra cookie policy. Cerrando este banner, deslizando esta página o haciendo clic sobre cualquier link de la página, estarás aceptando el uso de las cookies.

VATICANO, EL MAL OCULTO
En el relato del extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Stevenson describe la doble presencia en el ser humano del bien y del mal. Las dos fuerzas se enfrentan y si al final es la parte malvada la que vence, no es porque la buena sea arrollada. El duelo no es entre excelso y abyecto, sino entre el ímpetu ardiente del mal y la inercia, la escasa ambición, la energía apagada de la parte considerada buena. El mal desborda en Jekyll, porque Jekyll es un hombre honrado pero mediocre.
Porque no ha combatido al mal, sino que simplemente lo ha escondido (de aquí surge el nombre Hyde). Así los crímenes de pedofilia de tantos hombres de la Iglesia: por décadas han sido escondidos, más que combatidos.
A veces hasta incluso han sido protegidos: el cura pedófilo que fue trasladado en 1980 desde Essen a Munich, cuando Ratzinger era arzobispo de Munich y Freising, de hecho fue inmunizado. No fue alejado de los cargos eclesiásticos, ni siquiera cuando en el '86, un tribunal lo condenó por abuso a menores. Todavía hoy cura las almas de una comunidad bávara, a pesar de la ofensiva iniciada mientras Ratzinger se convertía en Papa.
El cura bávaro no es un caso único, lo dicen las crónicas desde hace meses y años. Si el mal se extiende desde Irlanda a Alemania, a Austria, a Holanda, es porque los sosías malvados de muchos sacerdotes eran más fuertes y vitales que una Iglesia inerte. Tan vasto es el suceso, que ningún comentario parece estar a la altura. No faltan palabras de contrición, dolor. A menudo el mal es deplorado, pero no su raíz. No la mediocridad que ha permitido que la infamia salga vencedora y le ha respondido con el ocultamiento en lugar de hacerlo con la verdad. En Alemania se prometen mesas redondas: esta coartada de la astucia política, que transforma los hechos y los crímenes en debates de ideas.
La más mediocre de las coartadas y lo más lejano de la conversión.
Son este tipo de estrategias similares las que hacen más daño, más aún que crímenes que no son nuevos, en comunidades que buscan el mal fuera y no dentro de sí. Lo que realmente desorienta en la reacción de muchos prelados es el tono con el cual se discute sobre el mal: alarmado sí, pero no trastornado. A veces domina la sociología, otras veces la psicología, siempre midiendo con el metro político de las autoridades. Pero nunca una pregunta sobre un bien a tal punto sin sal que se sumerge, sobre la diferencia entre el decir y el hacer; sobre una defensa de los valores éticos tan rígida que crea no-valores; en fin, sobre la palabra del Evangelio, reducida a una sombra muda.
En Lucas, Jesús describe a sus discípulos los reyes de las naciones, llamados benefactores y dice: «Pero quien de entre vosotros es el más grande se convierta en el más pequeño y quien gobierna se convierta en aquél que sirve».
«Vosotros en cambio así como cualquier político»: este es el camino que por el momento parece haber sido elegido. El camino del padre Federico Lombardi por ejemplo, portavoz del Vaticano, quien el 9 de marzo declaró. «Ciertamente lo que ha sucedido en ciertos ambientes religiosos es particularmente reprochable, dada la responsabilidad educativa y moral de los hombres de la Iglesia. Pero quien es objetivo y está informado sabe que la cuestión es mucho más amplia y el concentrar las acusaciones solo sobre la Iglesia falsea la perspectiva». La reacción es de político, no de Hijo de la Luz. Son los políticos quienes diluyen los crímenes con la fuerza de los números, de los porcentajes, del Otro que es más culpable. Citando una investigación del gobierno austríaco, el padre Lombardi recuerda: «17 casos de molestias o violencias imputables a religiosos católicos, 510 en otros ambientes. ¿No sería justo, sobre todo para las víctimas, que se ocupasen al menos un poco también de ellos?». Lo que cuenta es el número, casi más que el mal. Aunque el desastre hace sufrir especialmente a quien lo padece, inculpable, dentro de la Iglesia.
No menos mediocre es el debate de las ideas sobre la prensa vaticana y en las cúpulas de la Iglesia. Ha comenzado el arzobispo de Viena Schönborn evocando la cuestión muy seria del celibato (luego se ha corregido: la infamia no nace de esto). Quizás no existirían violencias a los niños, si el sacerdote no fuese condenado a desiertos sentimentales. Evocada en este contexto, la tan grave cuestión del celibato es usada para y por lo tanto para minimizarla. Se recordará la propuesta de Lorenzo Cesa, secretario del partido Udc, cuando en el 2007 se descubrió que el diputado Cosimo Mele frecuentaba prostitutas y usaba drogas en un hotel romano.
Cesa sugirió sueldos más elevados para los diputados, para ayudarlos a alejarse de las tentaciones trasladando a sus mujeres a Roma.
Tal vez todavía más impropio sea hacer mención a las mujeres, presentadas como la panacea en la primera página de “L'Osservatore Romano” (el periódico nacional de la Ciudad del Vaticano), en un artículo de Lucetta Scaraffia del 11 de marzo. Ha llegado la hora de «recibir a la revolución femenina» y «ampliar el rol de las mujeres» en el gobierno eclesiástico. También en este caso el tema es serio: en la cristiandad, las mujeres han dado prueba de una altísima espiritualidad. Sin embargo no es la espiritualidad lo que le interesa a la autora, ni el amor, o la elevación (palabras ausentes en el artículo). Sino que es la capacidad femenina de controlar la sexualidad y el instinto de silencio del cura hombre: «En las dolorosas y vergonzosas situaciones en las cuales salen a la luz molestias y abusos sexuales por parte de eclesiásticos hacia jóvenes confiados a ellos, podemos imaginar que una mayor presencia femenina no subordinada habría podido desgarrar el velo de la ley del silencio masculino que en el pasado a menudo ha tapado la denuncia de los crímenes. De hecho, las mujeres (…) por naturaleza serían más impulsadas a la defensa de los jóvenes en caso de abusos sexuales, evitándole a la Iglesia el grave daño que estos comportamientos culpables le han provocado».
Leyendo estas palabras nos viene a la mente la película de John Patrick Shanley «La Duda». La Monja Aloysius que dirige una escuela católica en el Bronx, es devorada por una sospecha sobre el comportamiento del carismático padre Flynn: sus comportamientos hacia un alumno serían impuros. No se sabrá si el padre de veras haya pecado y si la monja que lo investigó, al final dude de su propia duda. Sí es cierto que la mujer vigilante actúa justamente como se aconseja en “L'Osservatore Romano”: con su mera presencia, la hermana «desgarra el velo de la ley del silencio masculina», convencida de estar «por naturaleza más impulsada a la defensa de los jóvenes» abusados sexualmente. No tiene verticalidad espiritual, no sufre por los Pequeños: vive la horizontalidad de una relación de poder, que la transforma en un policía feroz. Las mujeres Torquemada son frecuentes, en las historias totalitarias.
En las mesas redondas, la palabra de Jesús se apaga. La misma monja Aloysius lo admite: «para combatir el mal hay que alejarse de Dios». Se habla acerca de todo esto – de la relación de fuerza entre hombre y mujer, de sociología, de psicología - pero no de la persona de Cristo. Vale mucho más un libro apenas publicado por Carocci, escrito por Alberto Melloni y Giuseppe Ruggieri. El Evangelio dice precisamente esto: en el fondo no hay necesidad de nada más que de las Escrituras. Según Paolo Giannoni, teólogo y ermitaño Camaldulense, el Evangelio no ignora la seriedad del mal y del pecado. Es más, decide «tocarlo», no tenerle miedo para revelarlo mejor. Jesús mismo se vuelve maldición, tocando al impuro: «Se contamina y se convierte en carne ofendida por el pecado, por la enfermedad y por la muerte. Se convierte en el maldito». Volver al Evangelio no es, según los autores, darse una moral y leyes transgredidas ocultamente. «La Iglesia no es una agencia de ética».
Los autores aconsejan la paciencia de Cristo: la dificultad para desatar los nudos, la no impetuosa sino lenta y meditada separación del trigo bueno de la cizaña, como en la parábola de Mateo. («La enseñanza de la parábola originaria se ha evaporado totalmente, lo que queda en el terreno es el cadáver de la parábola de Jesús, a este punto corrompido irremediablemente» escribe Don Giuseppe Ruggieri). Es la multiplicación desenfrenada de leyes autoritarias lo que hace olvidar a Jesús: los nuevos fariseos cometen delitos o los encubren. La Iglesia imaginada por muchos de sus regentes, pasa a ser de una  hermandad a una confraternidad, que excluye, una secta vallada.
El Consejo Vaticano II había comenzado a decir todas estas cosas: lo que decía tenía sabor de sal. Haberlo abandonado deja a la Iglesia de frente a parábolas corrompidas y a una miríada de Mr. Hyde. Incapaz de tenerlos a raya, porque está demasiado acostumbrada a ocultarlos. Incapaz de vencer la energía, porque es más propensa a desesperarse en la transformación y el mejoramiento de esa «mezcla desproporcionada» en la cual se ha convertido el viejo Jekyll.
Por Barbara Spinelli
La Stampa – 14 de marzo de 2010