Un escrito de nuestro voluntario, Isacco Favazza, que ha regresado hace pocos días del viaje a Sudamérica.
Es difícil traducir en palabras estos días, son imágenes, olores, colores ya vistos en el pasado, situaciones que interiormente ya había vivido y que de alguna manera ya son parte de mí y hacen que me sienta en casa. Visitar estos lugares colma un poco esa nostalgia que te queda después de haber tocado con la mano la vida verdadera, la que está hecha de pequeñas cosas, pocos adornos, gestos humildes, sonrisas sinceras.
He visto una escena que encierra en sí millones de cosas... una mujer prepara su comida, una sopa con poco más que una papa. Una casucha con las paredes casi frágiles hechas con ladrillos de barro y ni siquiera dos metros de alta. El suelo de tierra, una puerta hecha con tablas de madera unidas lo mejor posible, en el interior una mesa minúscula... para una persona... Doy una mirada rápida, como hago generalmente, veo algunos detalles, que evocan recuerdos, detalles como un humilde cesto apoyado en el suelo irregular y polvoriento, algunas raíces de alguna planta comestible colgadas en la pared... poco más.
Pero es justo aquí que el tiempo se detuvo por un minuto, mientras nosotros en el umbral de la puerta observamos a esta anciana mujer que corta un tubérculo, único ingrediente de su comida, de espaldas... envuelta por un silencio armonioso y un haz de luz que celebraba el momento entrando por una pequeña ventana rudimentaria. Las partículas de polvo que tomaban vida en el haz de luz, con el característico movimiento ascendente, ordenado, como para recordarnos que el vacío no existe. El aire está lleno, denso.
El tiempo se detuvo, por un instante, un largo instante, hasta que nosotros rompimos el silencio saludando a la mujer y alegrando un poco su vida con agua, pan y un poco de afecto, un poco de familia.
Pero es ella la que alegró nuestra vida, inmersa en su fotografía justo un instante antes, porque la mía y la nuestra cotidianidad está hecha de tiempo, que corre y no vuelve, de programas, de acciones en serie, de horas y días que no serán nunca suficientes... mientras ella, esa mujer, esa anciana, vive la eternidad, en cada acto individual, en una soledad aparente.
Allí he sentido que Dios estaba presente, en el silencio, en el haz de polvo iluminado, en la acción sin tiempo de esta mujer absorta en cortar un tubérculo para sobrevivir. Somos nosotros los que estamos solos, abandonados, nos salen las lágrimas y, tenemos que ser honestos, no es ella la que nos da pena en su pobreza y soledad, nos damos pena nosotros mismos porque esa escena nos recuerda cuánto estamos perdidos y cuanto miedo atenaza nuestra existencia, carente de esos instantes de eternidad, carentes de Dios.
Isacco Favazza
27 maggio 2019
http://www.funimainternational.org/
Mensajes adjuntos:
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