De Giovanni Bongiovanni
Estamos viviendo en una época de transición sin precedentes, un momento en el que nuestro mundo parece estar en la cresta, entre el colapso y el renacimiento, es un tiempo de revelación. Esta transición no concierne sólo al ámbito –colectivo, político, económico y ambiental- sino que afecta también profundamente a la dimensión personal e interior de cada uno de nosotros. Es un tiempo que requiere no sólo soluciones técnicas o estructurales, sino una verdadera refundación de nuestra forma de ser, pensar y vivir.
En el centro de la crisis contemporánea hay una separación fundamental entre el individuo y su Ser auténtico. El ego, que domina gran parte de nuestra vida psíquica, es una construcción artificial que se erige como una máscara sobre nuestro Yo profundo, desconectándonos de nuestra verdadera naturaleza.
Este ego es producto de una sociedad que favorece la competencia, la acumulación y la apariencia, el materialismo, haciéndonos prisioneros de un sentimiento de separación no sólo de los demás, sino también de nosotros mismos.
El ego no es simplemente un aspecto negativo, sino una versión distorsionada de nuestro Yo, nacida del miedo y la necesidad de control. El ego construye límites rígidos, se aísla y busca constantemente confirmación externa para sentirse válido, alejándonos de nuestro auténtico centro interior.
Esta división genera un vacío existencial que intentamos llenar con éxitos materiales, relaciones superficiales o distracciones continuas, pero sin abordar nunca la raíz del problema: nuestra alienación del verdadero Yo. Es esta fractura interior la que luego se refleja en el mundo externo, creando divisiones, conflictos y una sensación de desconexión universal.
El ego, en su expresión más distorsionada, se transforma en un ego-bélico, es decir, en una mentalidad que ve al otro como un enemigo al que hay que combatir o vencer. Esta dinámica no se limita a la vida personal, sino que se refleja en conflictos a escala global. Las guerras, las tensiones internacionales y la devastación social y ecológica que observamos hoy son la manifestación directa de un ego colectivo que opera en modo bélico, perpetuando divisiones y alimentando la ilusión de la separación.
El conflicto mundial es una de las expresiones más evidentes de esta dinámica. En las guerras en curso, ya sean militares, económicas o culturales, notamos cómo el ego- bélico se alimenta del miedo, el deseo de poder y la necesidad de control, ignorando la posibilidad de una cooperación basada en la empatía y la integración. Esta modalidad actúa según una lógica de dominación que no considera el bienestar colectivo, sino sólo la propia ventaja inmediata.
Las guerras no son más que el espejo amplificado de la guerra interior que cada individuo experimenta cuando vive desconectado de su auténtico Yo. Esta desconexión alimenta la necesidad de defender y atacar, tanto a nivel personal como geopolítico, perpetuando un círculo vicioso de sufrimiento y destrucción.
Dentro de cada ser humano se desarrolla una batalla arquetípica y profunda: la que hay entre el Yo-Crístico y el Ego-Anticristico.
El Yo-Crístico representa nuestra parte más elevada y auténtica, arraigada en el amor, la compasión y la conexión universal. Es la expresión de la bondad y la creatividad que trascienden los límites egoístas. Por el contrario, el Ego-Anticristico encarna la distorsión, la separación y la auto referencialidad, que nos aíslan y nos llevan a conflictos destructivos.
Esta lucha entre el bien y el mal se manifiesta ante todo en el corazón de cada individuo. El Yo-Crístico nos empuja hacia la colaboración y la armonía, mientras que el Ego-Anticristico alimenta el deseo de control y el miedo del otro, llevándonos hacia la división y el caos.
El conflicto interno entre estas dos fuerzas no sólo plasma nuestras elecciones personales, sino también las dinámicas colectivas, que encuentran su expresión en conflictos geopolíticos y en la crisis ecológica.
El ego-bélico, por tanto, es una manifestación tangible del Ego-Anticristico, que actúa mediante la destrucción y la división. Pero la batalla para superar esta dinámica tiene lugar dentro de cada uno de nosotros. Es en el reconocer y alimentar al Yo-Cristo que podemos encontrar la fuerza para trascender la separación y transformar ya sea a nosotros mismos o al mundo.
Para superar la crisis de separación, es necesario emprender un viaje que devuelva al ego la armonía con el Yo auténtico. Esto requiere un camino de transformación interna, en el que nos liberemos de los miedos e ilusiones que alimentan el ego. Es un camino de regeneración, en el que el hombre se renueva a través de una progresiva apertura a su auténtico Ser y al mundo.
Superar la guerra del ego significa aprender a ver al otro no como una amenaza, sino como parte de nosotros mismos. Esto requiere el coraje de abandonar la mentalidad de conflicto para abrazar la de colaboración. El ego no debe ser eliminado, sino trascendido y guiado hacia un camino que promueva la unidad y la conexión.
La solución no pasa sólo por una reorganización social, sino por una verdadera revolución de la conciencia. Debemos construir un “nuevo orden”, basado en la armonía y en la integración, en la que el bienestar personal y colectivo estén profundamente conectados. Este nuevo paradigma requiere el coraje de dejar atrás viejos patrones y abrazar una visión en la que nuestro Yo auténtico pueda emerger, iluminando el camino hacia un mundo mejor.
𝐋𝐚 sanación – 𝐩𝐞𝐫𝐬𝐨𝐧𝐚𝐥 y colectiva – se convierte entonces en 𝐮𝐧 𝐩𝐫𝐨𝐜𝐞𝐬𝐨 𝐢𝐧𝐭𝐞𝐠𝐫𝐚𝐭𝐢𝐯𝐨. Requiere reconocer nuestro estado de fragmentación y aceptar el dolor del cambio como parte esencial del crecimiento. Este camino de sanación no concierne sólo a la mente, sino también al espíritu, y es un camino que nos lleva a redescubrir nuestra plenitud.
La sanación no es un evento, sino un proceso continuo que nos invita a encarnar cada día nuestro Yo auténtico. Esto requiere una nueva conciencia: comprender que nuestro bienestar interior no es separable del bienestar del mundo que nos rodea. Sanar significa aceptar nuestra conexión con el todo y reconocer que la armonía personal es el primer paso hacia la paz universal.
Superar la separación entre el ego y el Yo requiere valentía. Es un proceso que nos empuja a enfrentar nuestros miedos más profundos y abandonar las falsas certezas que nos mantienen atrapados. Este camino es difícil, pero necesario, porque sólo reconciliando estas dos dimensiones podremos liberarnos de la alienación y crear una nueva humanidad.
Las guerras externas e internas que vivimos hoy no son más que una invitación a emprender este camino de reconciliación. Sólo superando el paradigma del ego-bélico podremos construir un mundo basado en la integración, la armonía y la auténtica libertad.
En definitiva, el tiempo del renacimiento no es un futuro lejano: es un proceso que comienza dentro de nosotros, aquí y ahora, con la decisión de afrontar el cambio y contribuir a la creación de un mundo mejor. La elección es nuestra, y el momento de actuar es ahora.
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