De Sonia Alea
Constantemente inmerso en la voluntad del Inmortal Adoniesis, al servicio del Cielo, en las actividades de la Obra, en el apoyo a los justos, en el cuidado de cada arca, siempre disponible para los hermanos y hermanas, en la denuncia y las batallas contra el anticristo, en la dirección de sus redacciones, en la escucha, el consejo, las palabras que ofrecer y los silencios que custodiar, Giorgio está en continuo contacto con el Padre, con la Hermandad cósmica que vela desde lo alto, con los seres de luz que operan a su lado.
Su vida es una vigilia, un acto de amor constante hacia la Causa y hacia la humanidad.
Hay momentos en los que el tiempo parece detenerse. Mientras hablamos de ciertos temas, su mirada, de pronto, se pierde en la lejanía. En un tiempo antiguo.
Tierra de Palestina. La voz le tiembla, los ojos se llenan de lágrimas. La emoción es siempre tan intensa que se vuelve incontenible cuando recuerda al joven Nazareno.
«Jesús caminaba por los caminos de Palestina» —cuenta— «para llegar al lugar donde los discípulos y las almas lo esperaban para escuchar su palabra. Su paso, firme y seguro, hacía temblar la tierra, y el perfume que emanaba de sus miembros dorados se convertía en un canto de primavera. Siempre llegaba más tarde de lo previsto, porque en el camino, quienes lo veían pasar, corrían hacia Él.
Eran los últimos, los olvidados del mundo, los ciegos que avanzaban a tientas siguiendo su voz, los cojos que se arrastraban en el polvo con los ojos llenos de fe, las madres con sus hijos enfermos estrechados entre los brazos, hombres y mujeres que en Él buscaban consuelo para el cuerpo y el alma. Jesús, el Hijo de Dios, detenía su paso divino y su mirada de amor se posaba en sus ojos; y esa mirada era la tormenta que expulsaba a los demonios, la calma que apaciguaba el viento de la incertidumbre y la pasión que incendiaba el corazón de eternidad. Y sus manos, que imponía sobre sus cuerpos, eran la caricia que aliviaba el peso de su corazón y sanaba sus heridas.»
Mientras lo relata, la voz se le quiebra en la garganta, el aliento se interrumpe entre sollozos. «Aún los veo» —me dice— «los veo acercarse a Él… y Él se detiene, se inclina sobre ellos, y los cura a todos, a todos.»
Luego queda en silencio, con la mirada perdida, como si aún estuviera allí, junto a su Maestro, en aquel camino, entre el polvo y los milagros que iluminaban las colinas de Galilea.
Me dice: «¿Sabes por qué, cuando termina una de mis conferencias, siento la necesidad de abrazar a todos los hermanos y hermanas presentes? Porque Jesús lo hacía. Cuando terminaba sus asambleas, Él abrazaba a todos, uno por uno, con esa intensidad, con ese amor que desgarraba el corazón inundándolo de eternidad.»
«Amo tanto al Padre porque Él glorifica a Su Hijo. Lo honra y lo exalta. Quiere que amemos a Su Hijo más de lo que lo amamos a Él mismo. Por eso digo siempre: puede existir el Hijo sin el Padre, pero no puede existir el Padre sin el Hijo.»
Y al mirarlo, reflexiono en que el Camino del Señor no está hecho de milagros lejanos, sino de pequeños gestos cotidianos que contienen lo infinito: una caricia, una mirada, un abrazo. Ver al otro y decir: te veo. Así, el paso de Jesús nunca se ha detenido. Continúa dentro de cada corazón que ama, en quien se detiene ante el dolor, ante la injusticia, en quien elige la compasión, la empatía, la integración, la inclusividad, en lugar de la indiferencia.
Ese paso vive aún en Giorgio, el elegido; vive en las hermanas y hermanos que caminan con él, vive en los jóvenes que no aceptan y luchan contra el pensamiento colonialista, fascista, patriarcal y misógino de esta sociedad, vive en todos aquellos que abrazan Sus valores universales y que, un día no lejano, serán conducidos hacia un nuevo mundo sostenido por la paz y la fraternidad entre los pueblos.
Sul it nis othen
Sonia Alea
20 octubre del 2025















