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Sole Depositphotos web 150x150De Matilda Mura


Nos sale natural decir: mi vida,
como si hablásemos con el amor que habita en nosotros.
Cierro los ojos y, en el silencio, escucho:
una voz me invita a pensar más profundamente
sobre su significado inmenso.
Hay un momento, en todo corazón humano,
en que el ruido del mundo se aquieta,
y permanece solo un aliento, aquel que viene de Dios.

Cristo me invita:
«Permaneced en mí, como yo permanezco en vosotros».
En esta morada de silencio y de amor,
me convierto en una rama que florece en su vid eterna.
Todo temor se desvanece,
porque el amor es la mayor fuerza que el mundo conosca.

El dijo:
«Si alguno quiere seguirme,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y me sigue».
Y yo lo siento; cada carga se vuelve más ligera
cuando su amor mora en mi corazón como un aliento que no se apaga.
Oh Cristo, Tú que cargaste la cruz en silencio,
enséñame a cargar la mía con alegría y humildad.
Porque quien pierde su vida por Ti,
encuentra la eternidad en tus ojos.



Cristo habla en el silencio que surge cuando el corazón se doblega.
En cada dolor, se oculta un llamado de amor;
en cada pérdida, una oportunidad para renacer.
El Padre Pío dijo: «Ora, ruega
y no te preocupes».
Esto es todo lo que se nos pide:
un corazón que cree, incluso cuando los ojos no ven.
Un alma que encuentra sentido no en el éxito,
sino en la entrega.
Madre Teresa nos recordó que Dios no pide grandezas,
sino fidelidad en las pequeñas cosas.
Y, en verdad, el amor no se mide con las manos,
sino con el corazón que da sin medida.
Cada vez que olvidamos perdonar,
el mundo se hace más estrecho.
Cada vez que amamos sin esperar nada a cambio,
la luz encuentra su lugar en la oscuridad.
Como San Francisco, veo a Dios en el viento que sopla

Él comprendió que el don más grande es estar en paz,
incluso cuando el mundo a nuestro alrededor estalla en un estruendo.
Porque quienes perdonan, se encuentran a sí mismos,
y quienes dan, reciben la eternidad.
Y San Agustín, en su búsqueda infinita,
encontró la verdad que no se descubre en los libros,
sino en el interior de uno mismo:
«Mi corazón está inquieto
hasta que descanse en Ti, Señor».
Todos nosotros, en nuestro silencio,
tenemos una sed que ni las palabras ni los años pueden apagar.
Una nostalgia por algo que no muere,
porque el alma sabe de dónde viene.

En cada respiro , yo siento:
La vida no es mía , es un don.
Y se reaviva solo cuando es vivida por Él.
Y al final, quizá esto es la vida:
buscarlo en todo,
hasta que todo se convierta en Él.
Matilda Mura
30 de octubre de 2025

El tiempo del amor
En cada respiración que tomamos
Complicidad del silencio

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