Sin embargo decaeré cada vez que sea necesario, sin embargo resucitaré cada vez que lo retenga oportuno.
La verdadera fuerza no está en el evitar caer cuando tus rodillas cedan. La verdadera fuerza está en no plegarse al curso de los acontecimientos, en suturar las heridas que te serán infligidas, o que te infligirás.

Porque cada vez que esté cerca de la muerte será allí donde me fortaleceré, y será allí donde encontraré una motivación para seguir adelante, aunque con la conciencia de que tendré que caer una y otra y otra vez, hasta el infinito.
Sin embargo, me levantaré de nuevo, sin embargo seré siempre más fuerte.

Así que no me golpees, no lo hagas, porque un día podrás descubrir que gracias a ti me habré hecho inmortal, y seré un Dios, un Dios que no habrá conocido el dolor, ya consciente que el mal era solo un siervo fiel y que sus debilidades, sus miedos eran en realidad sus mejores armas.

En eso está, entonces, la dignidad de un hombre, la dignidad de una mujer, es decir, reconocerse como un frágil vaso de cristal sobre una mesa de billar en medio de una bella partida jugada entre sucios borrachos. Porque allí está la verdadera salvación, es decir, en ese sutil equilibrio entre fe y desesperación, donde tu puedas recibir vida de la una y coraje de la otra.

Por lo tanto, mantente erguido, hijo de hombre, no te dobles ante un destino miserable y depravado. Porque esa despreciable corruptibilidad tuya, ese descarado egoísmo tuyo, pronto podría convertirse en tus amargos compañeros de un viaje sin fin y sin destino.

Y ten por cierto que no hay peor muerte que aquella que no podrá alcanzarte nunca.